7 de enero de 2014

Los Otros y Nosotros




TREINTA AÑOS DE DEMOCRACIA: MÁS EN EL DEBE QUE EN EL HABER 

En diciembre pasado se cumplieron treinta años de gobiernos democráticos ininterrumpidos. Sin embargo, el festejo de este inédito e histórico acontecimiento se vio ensombrecido por la emergencia de un conjunto de conflictos sociales, económicos y políticos de naturaleza diversa pero de origen común. En efecto, los saqueos, las rebeliones policiales, los problemas de vivienda, los cortes de luz, y la inflación, entre otras, son problemáticas que la democracia había prometido solucionar. Pero no fue así: los gobiernos de estos treinta años no supieron/pudieron/quisieron solucionarlas y cada tanto salen a la luz pública.   

Por Marcelo R. Pereyra    

LA HISTORIA VUELVE A REPETIRSE   

Es triste y lamentable, pero la realidad nos demuestra cotidianamente que el balance de tres décadas de democracia tiene mucho más engrosado el debe que el haber. Veamos por qué: 

1) La baja calidad de la democracia. Pese a numerosos avances legislativos en materia derechos políticos y sociales, la democracia sigue siendo un asunto de pocos, de unos Otros –los políticos burgueses y sus empresarios compinches-, un espectáculo al que la mayoría de Nosotros nos asomamos cada dos años para cumplir con la exigencia formal de votar, mientras que faltan mecanismos de consulta y participación popular en la formulación de políticas públicas que eleven la condición de ciudadano a algo más que un elector periódico. Todavía los que detentan el poder lo detentan mucho, no lo sueltan ni un cachito. En suma, la democracia necesita menos listas sábana, menos punteros, menos asistencialismo electoral; necesita menos corrupción y más claridad en los procedimientos electorales; menos empresarios oscuros amigos del poder súbitamente enriquecidos y  más transparencia en los aportes  privados a las campañas electorales. 

2) La desigualdad socioeconómica. La brecha entre ricos y pobres no sólo no ha disminuido en estos treinta años, sino que ha aumentado. Persisten altas tasas de desempleo y de empleo informal, y de bajos salarios; mientras que por otro lado los que más tienen, tienen más. Por ejemplo: pese a todas las crisis económicas, como la de 2001/2002, el sector financiero y bancos no para de ganar plata. En 2008 ganó 4.746 millones de pesos, y en 2013 elevó esa ganancia a 26.790 millones. No obstante, si las empresas y particulares han llevado al exterior miles y miles de millones de dólares, los asentamientos humanos precarios son cada vez más grandes. Subsisten la pobreza y  la exclusión social en las cercanías de grandes y lujosos countries y barrios privados. En las grandes ciudades del país circulan los autos de alta gamaal lado de los carritos de los cartoneros tirados por caballos. Las cajas PAN  de Alfonsín son hoy los Planes Trabajar: apenas limosnas que intentan contener las revueltas populares y los saqueos. Por otro lado, las altas tasas de inflación están presentes hoy en día como a fines de los años 80. Y ello ocurre porque ningún gobierno se ocupó seriamente de atacar su verdadero origen: una economía altamente concentrada. En la gran mayoría de las actividades productivas son unos pocos los que tienen la sartén por el mango, y son por lo tanto capaces de fijar arbitrariamente los precios de los productosfrente a la “distracción” de los gobiernos que, en el mejor de los casos, se limitan a elaborar “acuerdos de precios” que son una fantochada. Y el  gobierno actual le ha agregado a estos espectáculos montados para una tribuna de incautos, o negadores, lo del “control popular”. Es curioso, si es un acuerdo firmado con toda la formalidad, ¿por qué es necesario su “control”? Por lo demás, tampoco nadie controla nunca nada. 

3) El Estado represor. La democracia volvió hace treinta años para reemplazar a un Estado terrorista, capitaneado durante siete largos años por un grupo de asesinos con uniforme, que se puso al servicio del Nuevo Orden Neoliberal para refrenar cualquier intento de resistencia al reciclado sistema de acumulación capitalista. La democracia no logró, o no quiso, recuperar al viejo Estado social, que con sus más y sus menos intentó –entre 1945 y 1974- alcanzar cierta equidad socioeconómica. El Estado actual sigue reconfigurado como un aparato represor: con la excusa de combatir al delito –fenómeno que es el resultado de la pauperización creciente- el Estado vigila, reprime y criminaliza a sus actuales “enemigos internos”: los excluidos sociales. Por ello las policías y otras fuerzas de seguridad han crecido hasta transformarse en pequeños ejércitos, por eso los índices de encarcelamiento aumentan sin pausa, por eso las leyes penales son cada vez más duras, por eso crece la violencia institucional en las cárceles (torturas) y en la calle (represión y “gatillo fácil”) y por eso hay cada vez más cámaras de vigilancia por todos lados. Es que si ayer era necesario combatir las ideas revolucionarias que sostenían los “delincuentes subversivos”, hoy en día hay una evidente decisión política de apuntalar la autoridad del Estado, convirtiéndolo en un Estado penal, para neutralizar los efectos de la aniquilación del Estado social. O sea: si hay más pobreza, se “soluciona” con más palos y más cárcel. 

4) La falta de pluralismo informativo. Si  hay algo que no ha logrado concretar la democracia en estos treinta años es la posibilidad de que voces de pensamiento diverso se expresen en el espacio comunicacional. Por el contrario, y aún con la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la comunicación periodística sigue en manos de unos pocos grupos empresariales, más amigos de defender sus propios intereses que los de la sociedad en general. Los grandes medios de comunicación vienen siendo importantes sostenedores del modelo neoliberal y de los patrones de conducta y valores morales asociados a él. En su carácter de empresas que venden una mercancía llamada noticia, los  medios son, en general, sumamente conservadores en materia económica. Léanse los suplementos económicos de los domingos y se podrá comprobar esta afirmación: abundan en ellos reportajes y columnas firmadas por los mismos economistas neoliberales que fueron funcionarios desde el gobierno de Carlos Menem hasta el actual. Periodistas y columnistas que siguen sosteniendo, levemente aggiornado, aquel slogan setentoso que propugnaba: “Achicar el Estado es agrandar la nación”. O en otras palabras, que el Estado no gaste tanto, que se achique y que privatice; y sobre todo que no se meta a regular a los privados, que para eso está la vieja “mano invisible” del mercado, la eficaz metáfora que inventó  Adam Smith, el padre del liberalismo económico, para justificar las tropelías y los abusos de los formadores de precios. Pero así como no hay en la gran mayoría de los medios otras voces que propongan otros modelos económicos, también faltan aquellas que tienen distintas concepciones sobre otros asuntos de la vida social y política. Leyendo los diarios y viendo los noticieros de TV hay como una única mirada de la realidad,  cuando, en verdad, hay tantas miradas sobre ella como discursos que las expresen. Es decir, no hay un relato único del mundo y de la vida que sea válido.

Todos los gobiernos  desde 1983 han sido, y son, responsables de estos y otros déficits y falencias del modelo democrático cuya sumatoria parece provocar la sensación en muchos de que nada ha cambiado. Y es posible que sea cierto, porque los que han cambiado son los nombres de los gobernantes, mientras que las políticas regresivas y antipopulares  han mantenido una notable y persistente regularidad. Por supuesto que cada gobierno tuvo, y tiene, sus responsabilidades particulares,  tanto en los pocos aciertos como en los muchos fallos, pero las grandes líneas de acción son muy similares. Y esto se comprende fácil si se acuerda en que los factores de poder se han mantenido inalterablesmás allá de quiénes se hayan sentado en la poltrona de Rivadavia,  no sólo en Argentina sino también en el orden global.  Vivimos en una época, dice Pilar Calveiro en Violencias de Estado, caracterizada por hegemonías que no son locales, sino planetarias. Se trata de un proceso en el que las sociedades neoliberales trasladan los riesgos del centro a la periferia para que el sistema pueda subsistir: “Del banquero al cliente y de éste al usuario en las crisis económicas; del oficial al soldado y de éste al civil en los acontecimientos bélicos; del político al capo mafioso que le paga sus campañas electorales y de éste al delincuente menor que opera las redes de distribución”.  

Es un proceso que termina impactando en las terminales más débiles del sistema, en los sectores más vulnerables, que son la carne de cañón en las guerras y en las crisis económicas, en la violencia urbana y en los desastres ambientales. Y todo para que unos pocos estén a salvo. Esos pocos Otros, ciertamente, no somos Nosotros ya los que han conducido el país durante nuestra democracia treintañera no ha parecido importarles. 

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Izquierda y progresismo: La gran divergencia



DESARROLLISMO Y EXTRACTIVISMO EN AMÉRICA LATINA 

Uno de los mayores cambios políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda. Más allá de la diversidad de esas administraciones y de sus bases de apoyo, comparten atributos que justifican englobarlos bajo la denominación de “progresistas”. Son expresiones vitales, propias de América Latina, en cierta manera exitosas, pero ancladas en la idea de progreso. Su empuje, e incluso su éxito, está llevando a que esté en marcha una divergencia entre este progresismo con muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana clásica.   

Por Eduardo Gudynas (desde Uruguay) 

Para analizar estas circunstancias es necesario tener muy presente la magnitud del cambio político que se inició en América Latina en 1999 con la primera presidencia de Hugo Chávez, y que se consolidó en los años siguientes en varios países vecinos. Quedaron atrás los años de las reformas de mercado, y regresó el Estado a desempeñar distintos roles. Se implantaron medidas de urgencia para atacar la pobreza extrema, y su éxito ha sido innegable en casi todos los países. Vastos sectores, desde movimientos indígenas a grupos populares urbanos, que sufrieron la exclusión por mucho tiempo, lograron alcanzar el protagonismo político. 

Es también cierto que esta izquierda latinoamericana es muy variada, con diferencias notables entre Evo Morales en Bolivia y Lula da Silva en Brasil, o Rafael Correa en Ecuador y el Frente Amplio de Uruguay. Estas distintas expresiones han sido rotuladas como izquierdas socialdemócrata o revolucionaria, vegetariana o carnívora, nacional popular o socialista del siglo XXI, y así sucesivamente. Pero estos gobiernos, y sus bases de apoyo, no sólo comparten los atributos ejemplificados arriba, sino también la idea de progreso como elemento central para organizar el desarrollo, la economía y la apropiación de la Naturaleza. 

El progresismo no sólo tiene identidad propia por esas posturas compartidas, sino también por sus crecientes diferencias con los caminos trazados por la izquierda clásica de América Latina de fines del siglo XX. Es como si presenciáramos regímenes políticos que nacieron en el seno del sendero de la izquierda latinoamericana, pero a medida que cobraron una identidad distinta están construyendo caminos que son cada vez más disímiles. Es posible señalar, a manera de ejemplo, algunos puntos destacados en los planos económico, político, social y cultural. 

La izquierda latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970 era una de las más profundas críticas del desarrollo convencional. Cuestionaba tanto sus ideas fundamentales, incluso con un talante anti-capitalista, y rechazaba expresiones concretas, en particular el papel de ser meros proveedores de materias primas, considerándolo como una situación de atraso. También discrepaba con instrumentos e indicadores convencionales, tales como el PBI, y se insistía que crecimiento y desarrollo no eran sinónimos.

El progresismo actual, en cambio, no discute las esencias conceptuales del desarrollo. Por el contrario, festeja el crecimiento económico y defiende las exportaciones de materias primas como si fueran avances en el desarrollo. Es cierto que en algunos casos hay una retórica de denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en éste, en muchos casos colocándose la llamada “seriedad macroeconómica” o la caída del “riesgo país” como logros. La izquierda clásica entendía las imposiciones del imperialismo, pero el progresismo actual no usa esas herramientas de análisis frente a las desigualdades geopolíticas actuales, tales como el papel de China en nuestras economías. La discusión progresista apunta a cómo instrumentalizar el desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no acepta revisar las ideas que sostienen el mito del progreso. Entretanto, el progresismo retuvo de aquella izquierda clásica una actitud refractaria a las cuestiones ambientales, interpretándolas como trabas al crecimiento económico. 

La izquierda latinoamericana de las décadas de 1970 y 1980 incorporó la defensa de los derechos humanos, y muy especialmente en la lucha contra las dictaduras en los países del Cono Sur. Aquel programa político maduró, entendiendo que cualquier ideal de igualdad debía ir de la mano con asegurar los derechos de las personas. Ese aliento se extendió, y explica el aporte decisivo de las izquierdas en ampliar y profundizar el marco de los derechos en varios países. En cambio, el progresismo no expresa la misma actitud, ya que cuando se denuncian derechos violados en sus países, reaccionan defensivamente. Es así que cuestionan a los actores sociales reclamantes, a las instancias jurídicas que los aplican, incluyendo en algunos casos al sistema interamericano de derechos humanos, e incluso a la propia idea de algunos derechos. 

Aquella misma izquierda también hizo suya la idea de la democracia, otorgándole prioridad a lo que llamaba su profundización o radicalización. Su objetivo era ir más allá de la simples elecciones nacionales, buscando consultas ciudadanas directas más sencillas y a varios niveles, con mecanismos de participación constantes. Surgieron innovaciones como los presupuestos participativos o los plebiscitos nacionales. El progresismo, en cambio, en varios sitios se está alejando de aquel espíritu para enfocarse en mecanismos electorales clásicos.Entiende que con las elecciones presidenciales basta para asegurar la democracia, festeja el hiperpresidencialismo continuado en lugar de horizontalizar el poder, y sostiene que los ganadores gozan del privilegio de llevar adelante los planes que deseen, sin contrapesos ciudadanos. A su vez, recortan la participación exigiendo a quienes tengan distintos intereses que se organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección para sopesar su poder electoral. 

La izquierda clásica de fines del siglo XX era una de las más duras luchadoras contra la corrupción. Ese era una de los flancos más débiles de los gobiernos neoliberales, y la izquierda lo aprovechaba una y otra vez (“nos podremos equivocar, pero no robamos”, era uno de los slogans de aquellos tiempos). En cambio, el progresismo actual no logra repetir ese mismo ímpetu, y hay varios ejemplos donde no ha manejado adecuadamente los casos de corrupción de políticos claves dentro de sus gobiernos. Asoma una actitud que muestra una cierta resignación y tolerancia. 

Otra divergencia que asoma se debe a que la izquierda latinoamericana luchó denodadamente por asegurar el protagonismo político de grupos subordinados y marginados. El progresismo inicial se ubicó en esa misma línea, y conquistó los gobiernos gracias a indígenas, campesinos, movimientos populares urbanos y muchos otros actores. Dieron no sólo votos, sino dirigentes y profesionales que permitieron renovaron las oficinas estatales.Pero en los últimos años, el progresismo parece alejarse de muchos de estos movimientos populares, ha dejado de comprender sus demandas, y prevalecen posturas defensivas en unos casos, a intentos de división u hostigamiento en otros. El progresismo gasta mucha más energía en calificar, desde el palacio de gobierno, quién es revolucionario y quién no lo es, y se ha distanciado de organizaciones indígenas, ambientalistas, feministas, de los derechos humanos, etc. Se alimenta así la desazón entre muchos en los movimientos sociales, quienes bajo los pasados gobiernos conservadores eran denunciados como izquierda radical, y ahora, bajo el progresismo, son criticados como funcionales al neoliberalismo. 

La izquierda clásica concebía a la justicia social bajo un amplio abanico temático, desde la educación a la alimentación, desde la vivienda a los derechos laborales, y así sucesivamente. El progresismo en cambio, se está apartando de esa postura ya que enfatiza a la justicia como una cuestión de redistribución económica, y en especial por medio de la compensación monetaria a los sectores más pobres y el acceso del consumo masivo al resto. Esto no implica desacreditar el papel de ayudas en dinero mensuales para sacar de la pobreza extrema a millones de familias. Pero la justicia es más que eso, y no puede quedar encogida a un economicismo de la compensación. 

Finalmente, en un plano que podríamos calificar como cultural, el progresismo elabora diferentes discursos de justificación política pero que cada vez tienen mayores distancias con las prácticas de gobierno. Se proclama al Buen Vivir pero se lo desmonta en la cotidianidad, se llama a industrializar el país pero se liberaliza el extractivismo primario exportador, se critica el consumismo pero se festejan los nuevos centros comerciales, se invocan a los movimientos sociales pero se clausuran ONGs, se felicita a los indígenas pero se invaden sus tierras, y así sucesivamente. 

Estos y otros casos muestran que el progresismo actual se está separando más y más de la izquierda clásica.El nuevo rumbo ha sido exitoso en varios sentidos gracias a los altos precios de las materias primas y el consumo interno. Pero allí donde esos estilos de desarrollo generan contradicciones o impactos negativos, estos gobiernos no aceptan cambiar sus posturas y, en cambio, reafirman el mito del progreso perpetuo. A su vez, contribuyen a mercantilizar la política y la sociedad con su obsesión en la compensación económica y su escasa radicalidad democrática. 

El progresismo como una expresión política distintiva se hace todavía más evidente en tiempo de elecciones. En esas circunstancias parecería que varios gobiernos abandonan los intentos de explorar alternativas más allá del progreso, y prevalece la obsesión con ganar la próxima elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con sectores conservadores, a criticar todavía más a los movimientos sociales independientes, y a asegurar el papel del capital en la producción y el comercio. 

El progresismo es, a su manera, una nueva expresión de la izquierda, con rasgos típicos de las condiciones culturales latinoamericanas, y que ha sido posible bajo un contexto económico global muy particular. No puede ser calificado como una postura conservadora, menos como un neoliberalismo escondido. Pero no se ubica exactamente en el mismo sendero que la izquierda construía hacia finales del siglo XX. En realidad se está apartando más y más a medida que la propia identidad se solidifica. 

Esta gran divergencia está ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es posible que el progresismo rectifique su rumbo, retomando algunos de los valores de la izquierda clásica para buscar otras síntesis alternativas que incorporen de mejor manera temas como el Buen Vivir o la justicia en sentido amplio, lo que en todos los casos pasa por desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser progresismo para volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida reafirmarse como tal, profundizando todavía más sus convicciones en el progreso, cayendo en regímenes hiperpersidenciales, extractivistas, y cada vez más alejados de los movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja definitivamente de la izquierda.  

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social


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Las nuevas respuestas



MÉXICO: 20 AÑOS DE ZAPATISMO 

El 1º de enero de 2014 no fue día de comunicado de los subcomandantes o de celebración en San Cristóbal. Las gozosas celebraciones tuvieron lugar en los cinco caracoles. ¿No era esto lo que debíamos esperar? ¿No nos han estado diciendo los zapatistas, de mil maneras distintas, que los tiempos de un vocero han quedado atrás? ¿Qué ahora hablan claro y fuerte las propias comunidades, los hombres y mujeres ordinarios que son el zapatismo y lo hacen a su manera? ¿Qué ya es tiempo de que sepamos leer esos mensajes?   

Por Gustavo Esteva (desde México) 

La campaña que a lo largo de estos 20 años acosa y difama a los zapatistas no logra ocultar la evidencia que cuantos fueron invitados a la escuelita constataron con asombro: en el pedazo de país bajo control zapatista se ejercen a plenitud la libertad y la autonomía y han cambiado sustancialmente las condiciones materiales de vida. El hambre, la muerte cotidiana por enfermedades curables, la opresión insultante y la violencia continua, todo lo que caracterizaba la forma de vivir que padecían hace 20 años quienes se alzaron, ha sido sustituido por otra manera de vivir, en que la única violencia que persiste es la que llega de afuera. 

El alzamiento tuvo lugar el día que entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio de América el Norte (TLCAN). Lo precipitó la reforma constitucional de 1992, que definió el signo de las políticas y actitudes que acompañarían al tratado. Los zapatistas nos advirtieron con claridad sobre lo que significaban. Era preciso reaccionar ante la amenaza y ellos reaccionaron. Hemos padecido todas las consecuencias sobre las que nos advirtieron. No basta identificar a los culpables del criminal desmantelamiento del país, de su entrega a intereses trasnacionales, de la violencia, injusticia e impunidad que hoy caracterizan nuestra realidad. Pesa sobre nuestros hombros la responsabilidad de lo ocurrido, porque no hicimos lo que nos tocaba. 

Junto a la intensificación de la campaña antizapatista ha surgido un par de señas gubernamentales que indicarían la existencia, allá adentro, de una corriente que impulsa actitudes más sensatas ante el zapatismo y los pueblos indígenas. No debemos despreciarlas, aunque sea todavía incierto que esa corriente tenga pleno éxito. 

En todo caso, aquellas señas y la campaña antizapatista coinciden en una forma de incomprensión, al concentrarse solamente en la cuestión indígena. Es cierto que los zapatistas la pusieron en el primer plano de la agenda política nacional y que la mayor parte de ellos son indígenas. Pero advirtieron desde el primer momento que no eran un movimiento indígena. Su iniciativa tiene otro alcance. Las demandas indígenas, tal como parece verlas el zapatismo, sólo pueden satisfacerse en una forma de sociedad en que tanto indígenas como no indígenas gocen de justicia, emancipación y libertad. Por la naturaleza del problema, bien identificada por los zapatistas, los cambios que hacen falta son de alcance nacional e internacional y en ellos los pueblos indios se encuentran en el principal frente de batalla, aquí y en casi todas partes.

Hace 15 días, cuando exploré en este espacio Las nuevas preguntas, señalé que abrir hoy los ojos exige formas de coraje e imaginación que sólo abundan entre quienes fincan sólidamente los pies en el suelo social y ahí, desde abajo, se dejan inspirar por los millones que se han puesto en movimiento. 

Una buena forma de apreciar el impacto mundial del zapatismo de hoy es una nota que viene de Argentina. Norma Giarraca y Diana Itzú nos recordaron lo que oímos cuando se fundaron los caracoles: Los zapatistas imaginan cosas antes de que esas cosas estén y piensan que, nombrándolas, esas cosas empiezan a tener vida, a caminar... y sí, a dar problemas. Y agregaron: “De eso se trata en estos 20 años de zapatismo, del pasaje del ‘todavía no’ a la creatividad humana presente en ese espacio que muchos aún denominamos ‘política emancipatoria’”. 

Los zapatistas imaginaron y nombraron cosas que hicieron realidad y ahora muestran a los miles de estudiantes de la escuelita. Aprender qué es la libertad según los zapatistas crea muchos problemas, muy serios problemas. Revela nuestra prisión y la forma de salir de ella. Al mostrarnos que es posible dar respuesta eficaz a las dificultades actuales, en contra y más allá del sistema dominante, nos desafía a encontrar nuestras propias respuestas y además a articularlas. 

Escuchar, como nos exigieron los zapatistas el 21 de diciembre de 2012, no es algo que pueda hacerse a la ligera. Supone atreverse a concebir y realizar esas nuevas respuestas, cruzando con decisión la puerta a la esperanza que nos han abierto los zapatistas.  


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A Amazônia continua ameaçada



25 ANOS DO ASSASSINATO DE CHICO MENDES 

O modelo de desenvolvimento que motivou a luta de Chico Mendes ainda é o mesmo, baseado em levar grandes projetos para a Amazônia sem compreendê-la e sem se preocupar com as pessoas que vivem lá. Daí as situações se repetirem ainda hoje. A Amazônia 25 anos depois de Chico ainda sofre com a falta de governança e a impunidade. 

Por Germano Assad e Luana Lil (desde Brasil)

Na década de 70, o governo militar ofereceu incentivos fiscais para os investidores brasileiros e internacionais ‘desbravarem’ a Amazônia. Os empresários começaram a comprar terras que eram antigos seringais com o intuito transformar a floresta em ‘novas frentes de negócios’, sobretudo pastagens para a criação de gado.

Mas, diferente do que se imaginava em outras regiões do país, que tinham a ideia de que na Amazônia havia um enorme vazio demográfico, eram milhares de famílias de seringueiros e povos indígenas ocupando aquelas terras. Foi assim que começaram os conflitos com a expulsão de índios, ribeirinhos e seringueiros pelos novos “proprietários”.

Pessoas que nasceram naquelas terras de repente recebiam a notícia de que seriam obrigados a se retirar. Muitos foram enfrentar um destino de pobreza extrema e desemprego na periferia das grandes capitais do Norte. Outros perderam a economia de uma vida, enganados por grileiros. Os que resistiam eram pressionados por pistoleiros, ameaçados de morte por jagunços e muitas vezes tinham suas casas queimadas.

Foi nesse contexto que os seringueiros se organizaram nos Sindicatos dos Trabalhadores Rurais, apoiados pela Igreja, que criou as Comunidades Eclesiais de Base com a missão de conscientizá-los sobre seus direitos e formar líderes que pudessem atuar nas comunidades. O jornalista, escritor e documentarista Edilson Martins conhece bem essa história.

“Antes de conhecer o Chico eu conheci o Pinheiro, que foi presidente do sindicato antes, e foi assassinado nas mesmas condições que ele. O Pinheiro é o cara que começa a organizar a resistência em um momento que o governo militar decide substituir o ciclo mono-extrativista que dominava a Amazônia pelos grandes projetos agropecuários, madeireiros, de mineração, rodovias patrocinadas pelo banco mundial, transamazônica, ainda no final dos anos 60”, lembra.

O novo modelo, dominado pelo capital da indústria, das grandes fazendas e latifundiários se chocaria, mais para frente, com a figura do seringueiro, do ponto de vista territorial. 

Mobilização e confronto pacífico pela resistência 

O sindicato de Brasileia surgiu em dezembro de 1975, com a ascensão de Wilson Pinheiro como liderança. Wilsão, como era chamado pelos amigos, foi quem idealizou a forma de embate pacífico tão inspiradora até hoje, junto com Chico.

Ambos estavam frustrados depois de inúmeras denúncias feitas aos órgãos competentes à época, de invasão de terras, violência e agressão à floresta por parte de fazendeiros e pecuaristas, que terminavam sempre sem resposta.

Cansados, pensaram os empates, que tinham por objetivo impedir a derrubada da mata e outras formas de violência contra os seringueiros, como alternativa efetiva às denúncias feitas em vão.

Vinham trabalhadores da região de influência da BR-317 caminhando até o lugar onde os peões estavam prontos para realizar o desmate. Surgiam, de repente, centenas de homens, mulheres e crianças para formar uma corrente humana em frente a área a ser devastada. Do outro lado, muitos do que estavam prestes a desmatar eram os seringueiros que foram cooptados pelos novos donos da terra. Eles não tinham coragem de passar por cima de seus pares. Ali, no interior da floresta, homens e mulheres travavam um embate entre pobres, a serviço dos ricos.

Em pouco tempo eram oito sindicatos na região, com 25 mil associados. A luta era desigual pois os fazendeiros tinham o apoio do Estado, representado por policiais, advogados, juízes e políticos. Para a antropóloga Mary Alegretti, que viveu esse momento de mobilização, a partir da década de 80, a capacidade de articulação de Chico Mendes vinha da legitimidade que eles passava.

“Eu entendi qual era o sentido da luta dele porque eu tinha visto o que era o seringal, o patrão, o seringueiro eternamente endividado, eu tinha estudado essa situação. Então quando ele falava do seringueiro liberto, do empate, da necessidade da educação, eu tinha uma profunda empatia, porque eu tinha percebido exatamente, sabia o que ele estava falando. E acho que ele percebeu isso, por isso a gente tinha muita cumplicidade”, conta. 

A manada passa e a soja fica 

De lá pra cá, apesar dos esforços das lideranças locais, a pecuária acabou se instalando na Amazônia e se tornou o maior driver de desmatamento da região.

Segundo dados do Imazon, entre 1990 e 2003, o rebanho bovino da Amazônia Legal cresceu 140% e passou de 26,6 milhões para 64 milhões de cabeças. Na esteira da pecuária, a Amazônia foi tomada por outras commodities, como a soja, que foram expandindo a fronteira do desmatamento na Amazônia.

Um estudo publicado nesta semana pelo Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada (Ipea) demonstrou a relação entre violência e desmatamento. De acordo com ele, municípios localizados em áreas de desmatamento da Amazônia sofrem mais com a violência do que outras cidades similares.

Segundo a pesquisa, a média da taxa de homicídios nos 46 municípios que mais desmatavam em 2010 era 48,8 por 100 mil habitantes naquele ano. Quase o dobro da observada nos outros 5.331 municípios pequenos e médios do país (27,1 por 100 mil habitantes).

O modelo de desenvolvimento que motivou a luta de Chico Mendes ainda é o mesmo, baseado em levar grandes projetos para a Amazônia sem compreendê-la e sem se preocupar com as pessoas que vivem lá. Daí as situações se repetirem ainda hoje. A Amazônia 25 anos depois de Chico ainda sofre com a falta de governança e a impunidade.

“Até hoje, a ideia hegemônica sobre a Amazônia é que ela tem que se integrar a qualquer custo ao Brasil, quando na verdade é o Brasil que deveria se integrar a ela, reconhecendo que é dono de grande parte da maior floresta tropical do mundo e que deve estabelecer um modelo econômico diferenciado, respeitando os povos que vivem nela. Mas o que se vê é o governo entregando essa riqueza para a exploração desenfreada, numa lógica em que a floresta é vista como um  empecilho para o desenvolvimento. Isso começou na época do Chico Mendes e permanece atual, sendo um dos grandes incentivadores da violência no campo”, afirma Danicley de Aguiar, da Campanha Amazônia do Greenpeace. 

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